La enfermedad de lo cotidiano

Siempre he sabido identificar como señal temprana e inequívoca de la llegada de la tristeza el hecho de pensar melancólicamente en la infancia. Desear o rememorar con envidia insana e impropia de un adulto la época en la que dependíamos emocionalmente de nuestros padres, vivíamos protegidos, y todos los días podíamos permitirnos el lujo de añadir una ilusión nueva a nuestra caja de juegos no es, no, una buena señal.

Sin embargo, con suerte y antes de encontrar el sur, he aprendido a reconocer y analizar estas señales,  y anoche, mientras cepillaba mi pelo antes de acostarme y miré mi rostro en el espejo intentando con todas mis fuerzas ser capaz de sentir ilusión alguna por lo que está por llegar, deseé por un instante volver a ser niña, y sentir las manos de mi madre peinando mi cabello, y ver pasar a mi padre por detrás de la puerta del baño haciendo algún gesto cómico, y anhelaba, como hacía tiempo que mi perfecta y equilibrada madurez no me permitía, el sentir de aquellos días en los que todo me ilusionaba, en los que ninguna nube gris se quedaba permanentemente sobre mi cabeza para recordarme que más temprano que tarde, terminará por estallar la tormenta perfecta.

Si trato de identificar la causa de la llegada de este síntoma, y hago una reflexión rápida, creo que puedo incluso osar a lanzar un diagnóstico: decepción individual, solitaria y con tendencia a la incomprensión por parte de terceros ante un mundo que evoluciona hacia la indiferencia emocional en masa.  

Recuerdo a mi tía diciéndome: – tienes que estar preparada porque lo peor vendrá después, cuando todo el mundo vuelva a la normalidad y siga sus vidas y nadie se acuerde de tu desdicha. Y yo pensé que eso era imposible. Que los amigos que allí conmigo lloraban o que lo hacían a través del teléfono por la imposibilidad de viajar en aquel momento, permanecerían a mi lado, me ayudarían, sabrían leer entre líneas y no me dejarían caer en su indiferencia.

Sin embargo ha resultado que el hueco de su indiferencia era mucho mayor del que yo habría sido capaz de imaginar. Que se había construido un puente colgante justo en ese momento en que las personas tienen que dejar de lado su vertiente egoísta para hacer uso de una empatía que les permite en ocasiones acercarse al sufrimiento ajeno, pero que suele ir acompañada de un instinto de supervivencia que les aleja al instante para evitar que sufran algún tipo de daño colateral.

Y esto no solo me pasa a mi. He hablado largo y tendido con mi familia sobre este sorprendente -para nosotras- efecto. De pronto parecemos tiñosas. De ese tipo de persona que quieres evitar por si te contagia algo de su tristeza y que para que se materialice un encuentro tiene que haber una larga lista de razones de peso o un grupo fornido que acolche el ensordecedor ruido de tu pena. Si no para qué coger un avión, o realizar una llamada, o malgastar tiempo de tu increíble y apasionada vida empezando un tema de conversación que sabes que te angustiará escuchar. Otras veces eres tu la que te sorprendes rechazando un brazo que sabes de antemano que descubrirás mutilado si tiras de él hacia ti. Y en esos casos quizá las largas decepciones previas son culpables de ese desencuentro, y ahi la culpa es más tuya que del dueño del brazo, por no querer encontrarte más sangre en el camino, más desesperación, más decepción post ilusión quebrada.

Identificado un sintoma preocupante, me reconforta saber de la existencia de otros que iluminan y abren paso a la esperanza de rehuir la tormenta, porque, aún con la mente nublada soy capaz de ver y de apreciar el hecho de que hasta en los desiertos crecen flores. Personas que no estaban o si estaban, aparecen o vuelven para quedarse, y algunos espejismos, todo hay que decirlo, no lo eran en realidad.

Es necesario pasar por muchas cosas en la vida para entender a los demás, para saber cómo hay que comportarse con otros, o cómo al menos, es digno hacerlo. Las personas que giran la cabeza o que cierran los ojos para no ver, son meros cobardes que usan el hueco que dejas en sus vidas para llenarlo del algodón que les sostiene. Esas personas no aceptan los errores de otro porque nunca los han cometido, o peor aún, porque cuando los cometen, no son capaces de reconocerlos o aún siéndolo, no les pesa haberlos cometido. Psicopatas que mueven los hilos de un mundo cada día más enfermo y que nunca sienten tristeza o melancolía por otros tiempos porque ni en aquellos tiempos habrían sido capaces de sentir.

Catarsis

Mientras me preguntaba, sentada en aquella mesa frente a la funcionaria de los tacones y el oro cómo podía tratar tan fríamente un asunto tan duro como el papeleo tras la muerte de mi padre y sorprendida por tanto de mi aguante y madurez, me emocioné sin remedio cuando la mujer del otro lado de la mesa le dijo a mi madre: «tiene usted una hija que vale su peso en oro».

Y sin duda ella sabía lo que el oro pesaba. Sólo sus ojos color miel y llenos de luz al mirarnos eclipsaban la cantidad de complementos de oro que lucía: una bracelete enorme de oro plano, un anillo redondo de oro rugoso y sin tratar, una horquilla con forma de mariposa y alas doradas… Y tras escuchar sus palabras y sin apenas oir la respuesta de mi madre noté como la emoción me subió desde el estómago hasta la garganta a toda velocidad ahogando cualquier intención de dar las gracias por el cumplido. Y lo que sucedió es que escuché en esas palabras la voz de mi padre, diciéndome: «hija, eres internacional, ¿a quién te pareces que eres tan lista?». Y entonces, toda esa fortaleza dejo de parecerse a algo sorprendente para así evidenciar el hecho de que aún no estoy lista para ser internacional aunque intente aparentarlo llevando a diario el pasaporte a cuestas. Y al mismo tiempo vi en mi un pequeño pero personal reflejo de mi padre, que escudriñaba las joyas que llevaba cualquier persona con la que se cruzaba dejando al descubierto un gusto exquisito y un sabor agridulce del que sabe lo que pudo haber sido y no fue, o fue pero duró poco.

Hoy no he podido dejar de recordar el día que, al esperar mi turno para verle en cuidados intermedios mi hermana mediana y mi madre salieron apesadumbradas comentando que estaba otra vez delirando y que sólo quería verme a mi. Cuando entré, no sin cierto temor por si me contaba algo que carecía de sentido y tenía que recuperar la libreta con instrucciones contra delirios de UCI que le había dejado guardada en el neceser, enseguida me di cuenta de que lo único que quería mi padre era hablar conmigo para darme indicaciones sobre las gestiones que creía sólo podía confiarme a mi. Y entonces vi el brillo en sus ojos de nuevo. Y vi como tras unas cuantas firmas emborronadas había conseguido apuntar de esa forma tan absolutamente suya las tareas en el calendario que le habíamos llevado para que no perdiera de nuevo la noción de los días.

Si cada día pudiera levantarme y tener una de tus listas papá…necesito cada vez más hacerlas, pensarlas, decirlas en alto. No puedo irme a dormir sin planificar qué voy a hacer mañana porque si llega demasiado temprano quizá no me de tiempo a llenar todas las horas, los minutos, los segundos. Y entonces me entrará la angustia, como te pasaba a ti. Ahora entiendo ese permanente estrés, ese no querer parar. Siento no haberlo entendido antes. Lo siento mucho.

Ahora mismo estoy terminando las tareas del día de ayer y voy a tachar ésta como tu hacías. Y se que reirás. Y al pensar en ello puedo oir tu risa y es sólo entonces cuando puedo dejar que el hoy pase para dar paso al mañana pasaporte en mano.